Traductor: Lidia Cámara de la FuenteRevisor: Ciro Gomez Están ante una mujer silenciada públicamente durante una década. Obviamente, eso ha cambiado, pero solo recientemente. Fue hace varios meses cuando di mi primer discurso público importante en la cumbre de Forbes para menores de 30, ante 1500 personas brillantes, todas menores de 30. Eso significaba que, en 1998, el mayor del grupo tenía solo 14 años, y el más joven, solo cuatro. Bromeé con ellos acerca de que solo algunos habrían oído hablar de mí a través de canciones de rap. Sí, estoy en canciones de rap. Casi en 40 canciones de rap. (Risas) Pero en la noche de mi discurso, sucedió algo sorprendente. A la edad de 41, un chico de 27 años quiso seducirme. Lo sé, ¿sí? Era encantador y yo me sentí halagada, y lo rechacé. ¿Saben cuál fue su fallido argumento de seducción? Que podía hacerme sentir de nuevocomo de 22 años. (Risas) (Aplausos) Más tarde pensé que probablemente sea la única persona de más de 40 que no desea tener 22 años otra vez. (Risas) (Aplausos) A la edad de 22 años, me enamoré de mi jefe, y a la edad de 24, descubrí las devastadoras consecuencias. ¿Pueden alzar las manos quienes aquí a los a 22 no cometieron un error o hicieron algo que lamentaron? Sí. Eso es lo que yo pensaba. Como yo a los 22, puede que algunos de Uds. también tomaran vías equivocadas y se enamoraran de la persona equivocada, tal vez incluso de su jefe. A diferencia mía, sin embargo, su jefe probablemente no era el presidente de EE. UU. Por supuesto, la vida está llena de sorpresas. No pasa un día sin que se me recuerde mi error, y lamento ese error profundamente. En 1998, después de haber sido arrastrada a un romance dudoso, me vi envuelta en el centro de una vorágine política, jurídica y mediática como nunca habíamos visto antes. Recuerden, tan solo unos pocos años antes, las noticias se consumían solo a través de tres fuentes: leyendo un periódico o una revista, escuchando radio, o viendo televisión. Eso era todo. Pero ese no era mi destino. En cambio, este escándalo les llego a Uds. mediante la revolución digital. Eso significó que se podía acceder a toda la información deseada, en cualquier momento y en cualquier lugar, y cuando la historia estalló en enero de 1998, emergió en línea. Fue la primera vez que la fuente de noticias tradicional fue sustituida por Internet para dar noticias importantes de última hora, un clic que retumbó en todo el mundo. Eso significó para mí personalmente que de la noche a la mañana, pasé de ser una figura completamente privada a una figura humillada públicamente a escala mundial. Fui la paciente número cero en perder la reputación personal a escala global, de forma casi instantánea. Este juicio apresurado, posibilitado por la tecnología, llevó a multitudes virtuales a lapidarme. Cierto es que fue antes de la explosión de los medios sociales, pero la gente ya podía comentar en línea, enviar historias por correo electrónico, y, por supuesto, enviar bromas crueles. Las fuentes de noticias ponían fotos mías por todas partes para vender periódicos, anuncios en línea, y para mantener a la gente viendo la televisión. ¿Se acuerdan de una foto particular mía, digamos, en la que llevaba una boina? Bien, admito que cometí errores, especialmente usando esa boina. Pero la atención y el enjuiciamiento que yo recibí, no la historia, que yo personalmente recibí, no tenían precedentes. Fui vilipendiada como golfa, fulana, puta, zorra, guapa tonta, y, por supuesto, como "esa mujer". Fui vista por muchos pero, en realidad, pocos me conocían. Y lo entiendo: era fácil olvidar que esa mujer tenía una dimensión, tenía alma y que alguna vez estuvo intacta. Cuando esto me sucedió hace 17 años, no había nombre para eso. Ahora lo llamamos acoso cibernéticoy acoso en línea. Hoy, quiero compartir mi experiencia con Uds., hablar de cómo esa experiencia ha ayudado a formar mis reflexiones culturales, y cómo espero que esa experiencia pueda llevar a un cambio que se traduzca en menos sufrimiento para otros. En 1998, perdí mi reputación y mi dignidad. Perdí casi todo, y casi pierdo la vida. Dejen que les pinte el cuadro. Es septiembre de 1998, estoy sentada en una oficina sin ventanas en la Oficina del Asesor Independiente bajo el zumbido de luces fluorescentes. Estoy escuchando el sonido de mi voz, mi voz en llamadas telefónicas grabadas encubiertamente que un supuesto amigo me había hecho el año anterior. Estoy aquí por requerimiento legal para autentificar personalmente todas las 20 horas de conversación grabada. Durante los últimos ocho meses, el contenido misterioso de estas cintas ha caído como una espada de Damocles sobre mi cabeza. Quiero decir, ¿quién puede recordar lo que dijo hace un año? Asustada y mortificada, escucho, escucho mientras parloteo sobre esto y lo otro de la jornada; escucho como confieso mi amor por el presidente, y, por supuesto, mi desamor; me escucho a mí misma a veces pícara, a veces grosera, a veces tonta, siendo cruel, implacable, maleducada; escucho suma, sumamente avergonzada, la peor versión de mí misma, un yo misma que ni siquiera conocía. Unos días más tarde, el informe Starr se pone a disposición del Congreso, y todas esas cintas y transcripciones, esas palabras robadas son parte de este. Que las personas puedan leer las transcripciones es ya muy horrendo, pero un par de semanas más tarde, las cintas de audio se emiten en la televisión, y porciones significativas están disponibles en línea. La humillación pública era insoportable. La vida era casi insoportable. Esto no era algo que sucediera con regularidad en 1998, y con esto me refiero al robo de palabras de uso privado, acciones de personas, conversaciones o fotos, para luego hacerlo todo público, público sin consentimiento, público fuera de contexto, y público sin compasión. Adelantemos 12 años a 2010, y ahora los medios de comunicación social se han instaurado. El paisaje se ha poblado tristemente mucho más con casos como el mío, sea o no que alguien en realidad cometa o no un error, y ahora abarca tanto a las personas públicas, como a las privadas. Las consecuencias para algunos se han convertido en graves, muy graves. Estaba hablando por teléfono con mi mamá en septiembre de 2010, y estábamos hablando de la noticia de un estudiante de primer año de la Universidad de Rutgers llamado Tyler Clementi. El dulce, sensible y creativo Tyler fue filmado secretamente por su compañero de cuarto mientras tenía relaciones íntimas con otro hombre. Cuando el mundo en línea se enteró de este incidente, la burla y el acoso cibernético se encendieron. Unos días más tarde, Tyler saltó desde el puente George Washington para matarse. Tenía 18 años. Mi madre estaba sobrecogida por lo que pasó a Tyler y a su familia, estaba descompuesta de dolor de manera, que no me resultaba demasiado comprensible. Luego con el tiempo me di cuenta de que ella estaba reviviendo 1998, reviviendo una época en que ella se sentaba en mi cama cada noche, reviviendo una época en que ella me hacía ducharme con la puerta del baño abierta, y reviviendo una época en que mis padres temían que iban a humillarme hasta matarme, literalmente. Hoy en día, muchos padres no han tenido la oportunidad de intervenir y rescatar a sus seres queridos. Demasiados han sabido del sufrimiento y la humillación de su hijo después de que fuera demasiado tarde. La trágica muerte sin sentido de Tyler fue un momento crucial para mí. Sirvió para recontextualizar mis experiencias, y entonces comencé a mirar el mundo de la humillación y la intimidación y ver algo diferente. En 1998, no teníamos forma de saber adónde nos llevaría esta nueva tecnología valiente llamada Internet. Desde entonces, ha conectado a la gente de maneras inimaginables, uniendo a hermanos perdidos, salvando vidas, lanzando revoluciones, pero el lado oscuro, el acoso cibernético y la humillación de ser tildada de mujerzuela que experimenté, se ha multiplicado. Cada día en línea, la gente, especialmente los jóvenes cuyo desarrollo no está todavía a la altura para manejarse con esto, son tan maltratados y humillados que no pueden imaginar vivir hasta el día siguiente, y algunos, por desgracia, no lo hacen, y no hay nada virtual en eso. A ChildLine, organización no lucrativa del Reino Unido centrada en ayudar a los jóvenes, publicó una estadística asombrosa a finales del año pasado: Del 2012 al 2013, hubo un aumento del 87 % de llamadas y correos electrónicos relacionados con el acoso cibernético. Un metaanálisis realizado en los Países Bajos mostró, por primera vez, que el ciberacoso llevaba a ideas de suicidio mucho más significativamente que el acoso no cibernético. ¿Y saben lo que me sorprendió, aunque no debería? Otra investigación del año pasado determinó que la humillación era una emoción que se siente con más intensidad que la felicidad o que incluso la ira. La crueldad con los demás no es nada nuevo, pero en línea, tecnológicamente mejorada, la vergüenza se amplifica, es incontenible y de acceso permanente. El eco de la vergüenza se usaba solo para ampliar su alcance a tu familia, pueblo, escuela o comunidad, pero ahora es a la comunidad en línea también. Millones de personas, a menudo de manera anónima, puede apuñalar con sus palabras, y eso produce gran cantidad de dolor, y no hay perímetros alrededor de cuántas personas pueden observarte públicamente y ponerte en una empalizada pública. Hay un precio muy personal por la humillación pública, y el crecimiento de Internet ha aumentado ese precio. Durante casi dos décadas, poco a poco hemos estado sembrando las semillas de la vergüenza y la humillación públicas en nuestro suelo cultural, tanto en línea como fuera de ella. Sitios web de chismes, paparazzi, telerealidad, política, agencias de noticias y a veces hackers componen el tráfico de la vergüenza. Esto dio lugar a la desensibilización y a un ambiente permisivo en línea que se presta a la pesca, a la invasión de la privacidad y al acoso cibernético. Este cambio ha creado lo que llama el profesor Nicolaus Mills una cultura de la humillación. Piensen en algunos ejemplos prominentes solo en los últimos seis meses. Snapchat, el servicio que utilizan sobre todo las generaciones más jóvenes, afirma que sus mensajes solo tienen una vida útil de unos pocos segundos. Se pueden imaginar la variedad de contenido que corre. Una aplicación que los usuarios de Snapchat usan para preservar la vida de los mensajes fue hackeado, y 100 000 conversaciones, fotos y videos personales se publicaron en línea y ahora tienen una vida perpetua. A Jennifer Lawrence y a otros actores les han hackeado sus cuentas en iCloud y fotos íntimas, privadas, se divulgaron a través de Internet sin su permiso. Un sitio web de chismes tuvo más de cinco millones de visitas por esta historia. ¿Y qué decir del robo cibernético a Sony Pictures? Los documentos que recibieron mayor atención fueron los correos privados que tenían el máximo valor de vergüenza pública. Pero en esta cultura de la humillación, hay otro tipo de etiqueta de precio adjunta a la humillación pública. El precio no mide el costo de la víctima, que Tyler y muchos otros, en particular mujeres, las minorías, y miembros de la comunidad LGBTI, han pagado, pero el precio mide el beneficio de aquellos que se aprovechan de ellos. Esta invasión de los demás es una materia prima, aprovechada eficientemente y sin piedad, empaquetada y vendida por beneficio. Ha surgido un mercado en el que la humillación pública es un producto y la vergüenza es una industria. ¿Cómo se hace el dinero? Clics. A mayor vergüenza, más clics. A más clics, más dólares de publicidad. Estamos en un ciclo peligroso. Cuanto más clics damos a este tipo de chismes, más insensibles nos hacemos a las vidas humanas detrás de los clics, y cuanto más insensibles nos hacemos, más clics hacemos. Al tiempo, alguien está haciendo dinero entre bambalinas a costa del sufrimiento de otra persona. Con cada clic, hacemos una elección. Cuanto más saturemos nuestra cultura con la humillación pública, más aceptada será, con más frecuencia veremos comportamientos como el ciberacoso, algunas formas de piratería, y el acoso en línea. ¿Por qué? Porque todos ellos tienen la humillación en su médula. Este comportamiento es un síntoma de la cultura que hemos creado. Piensen en ello. Cambiar el comportamiento comienza con cambiar creencias. Hemos visto que eso es verdad con el racismo, la homofobia, y un montón de otros sesgos, en el presente y en el pasado. Cambiar las creencias sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo, les ha ofrecido libertades igualitarias a más personas. Cuando empezamos a valorar la sostenibilidad, más gente comenzó a reciclar. En lo que a nuestra cultura de la humillación se refiere, lo que necesitamos es una revolución cultural. La humillación pública como deporte sanguinario tiene que acabar, y es el momento para una intervención en Internet y en nuestra cultura. El cambio comienza con algo sencillo, pero no es fácil. Tenemos que volver a un valor de larga data como la compasión y la empatía. En línea, tenemos un déficit de compasión, una crisis de empatía. La investigadora Brene Brown dijo, y cito, "La vergüenza no puede sobrevivir a la empatía". La vergüenza no puede sobrevivir a la empatía. He visto unos días muy oscuros en mi vida, y fue la compasión y la empatía de mi familia, amigos, profesionales, y, a veces, incluso extraños, la que me salvó. Incluso la empatía de una persona puede marcar una diferencia. La teoría de la influencia de la minoría, propuesta por el psicólogo social Serge Moscovici, dice que, incluso en pequeñas cantidades, cuando hay consistencia en el tiempo, el cambio es posible. En el mundo virtual, podemos fomentar la influencia de la minoría volviéndonos íntegros. Convertirnos en personas íntegras significa que, en lugar de la apatía del espectador, podemos publicar un comentario positivo a alguien o reportar una situación de intimidación. Confíen en mí, comentarios compasivos ayudan a abatir la negatividad. También podemos contrarrestar la cultura mediante el apoyo a las organizaciones que tratan este tipo de problemas, como la Fundación Tyler Clementi en los EE. UU., en el Reino Unido, el Anti-Bullying Pro, y en Australia, el proyecto Rockit. Hablamos mucho de nuestro derecho a la libertad de expresión, pero tenemos que hablar más sobre nuestra responsabilidad con la libertad de expresión. Todos queremos ser escuchados, pero reconozcamos la diferencia entre hablar con intención y hablar a favor de la atención. Internet es la autopista del "id" o del ello, pero en línea, mostrar empatía con los demás nos beneficia a todos y ayuda a crear un mundo más seguro y mejor. Necesitamos comunicarnos en línea con compasión, consumir noticias con compasión, y hacer clic con compasión. Solo imaginen caminar un kilómetro en el titular de esa otra persona. Me gustaría terminar con una nota personal. En los últimos nueve meses, la pregunta que más me han planteado es por qué. ¿Por qué ahora? ¿Por qué saqué la cabeza de mi escondite? Uds. pueden leer entre líneas en esas preguntas, y la respuesta no tiene nada que ver con política. La respuesta estrella esporque era y es el momento: el momento para dejar de pasar de puntillas por mi pasado; el momento para dejar de tener una vida de desgracia; y el momento para recuperar mi narrativa. No se trata solo de salvarme a mí misma. Cualquier persona que sufra de vergüenza y humillación pública tiene que saber una cosa: Puede sobrevivir. Sé que es duro. Puede que no sea indoloro, ni rápido, ni fácil, pero se puede insistir en un final diferente a su historia. Ten compasión de ti mismo. Todos merecemos compasión, y vivir tanto en línea como fuera de ella en un mundo más compasivo. Gracias por escucharme. (Aplausos)